domingo, 2 de septiembre de 2012

LOS RACISTAS NORTEAMERICANOS

o realidad en país de las oportunidades

El racismo es la deshonra más grande de la humanidad. Éste llega con el Cristianismo, el nazismo es hijo del cristianismo y éste último nace del judaísmo.



por Ilya Ehremburg

Los hombres que llegan a los Estados Unidos desde Europa cambian rápidamente. Estados Unidos sabe fundir los cerebros y los corazones. El pueblo norteamericano se formó con una mezcla de emigrados de distintas razas y muchos inmigrantes conservan todavía su idioma materno. Allí se editan periódicos en decenas de idiomas europeos: italiano, polaco, alemán, español, ruso, serbio, hebreo, ukranio, checo, &c. Cerca de Chicago, hay distritos enteros donde no se escucha otro lenguaje que el alemán. El nombre de las ciudades dice su procedencia: Estados Unidos tiene su Londres, varias Romas, cuatro Moscú, un Petersburgo, una Atenas, una Florencia, un Montpellier, una Nueva Orleáns y un Newcastle.

Cada grupo nacional conserva sus rasgos peculiares y, no obstante, los hijos de los inmigrantes, sin hablar ya de los nietos, se consideran norteamericanos. A la rapidez de la aclimatación contribuye el hecho de que llegan a Norteamérica hombres que lo han perdido todo en su patria y hasta cuando la nueva casa no les satisface, comprenden que no tienen otra salida y se persuaden así de que han arribado a la tierra de promisión.

Podría creerse que en ese país multirracial, aglutinado por un patriotismo joven, estaba llamada a imperar la igualdad nacional. Sin embargo, en Estados Unidos, que no han conocido el feudalismo, se ha impuesto una nueva jerarquía: la jerarquía de la raza.

La aristocracia son los ingleses, los escoceses y los irlandeses; luego vienen los escandinavos y los alemanes: después, los franceses y los eslavos: mucho más abajo los italianos: más abajo aún, los hebreos y los chinos; más abajo todavía, los portorriqueños y, por último, al final de la escala los negros.

A los norteamericanos les gusta beber cocktails, mezcla de diversas bebidas alcohólicas. Existen muchos cocktalis: hay uno que recuerda el arco iris: licores de color amarillo, esmeralda, frambuesas van formando, sin mezclarse entre sí, capas de diferentes tonalidades en el interior de la copa. He recordado muchas veces ese cocktail al ver las capas raciales de Norteamérica. ¡Qué extraño resulta que la idea de pureza racial encuentre los defensores más furibundos en un país que debe su vigor a la mezcla de distintas razas! Pueden gustarle a uno los cocktails o no, pero es difícil imaginar el barman que prepara la mixtura sosteniendo la pureza, la solera y la fuerza de la bebida. Y, sin embargo, en Norteamérica he visto muchos racistas que sostienen la superioridad de la raza norteamericana sobre todos los demás pueblos.

En la guerra contra el racismo hitleriano. Norteamérica ha desempeñado un papel de relieve y con todo, el racismo tiene allí curso legal. En distintos documentos consta la raza del individuo: blanco o de color, también a ella se le considera de color y, por lo tanto, es objeto de numerosas limitaciones. Nosotros éramos invitados del Gobierno norteamericano y yo sonreí muchas veces pensando qué habrían hecho los representantes del Departamento de Estado que nos acompañaban si hubiera llegado a Norteamérica Alexander Pushkin, cuyo abuelo era etíope.

En Nashville visité a un abogado, que estuvo largo rato queriendo convencerme de que existen razas inferiores y razas superiores. Después de repetir las teorías de Rosenberg y de otros ideólogos del Tercer Reich, me mostró un retrato de un hermano suyo muerto en el Rin. Le dije: «Esa es una amarga ironía de la historia. Su hermano cayó luchando contra la teoría que usted defiende.» El abogado se encogió de hombros: «Mi hermano cayó por Estados Unidos.»

En Estados Unidos el antisemitismo es un fenómeno corriente y muchas personas ni siquiera lo advierten, les parece natural que tal o cual patrono admita únicamente a arios o que existan hoteles donde no puedan entrar los hebreos. Un norteamericano me dijo: «Eso no es grave. Si no admiten a un judío aquí, encontrará trabajo allí. Si no le dejan entrar en un hotel, se va a otro. Felizmente tenemos bastantes hoteles confortables.» ¿Cómo no puede comprender ese norteamericano que además del confort existe la dignidad humana? En Nueva York el racismo ha tenido que disfrazarse, pero el disfraz no engaña a nadie. No se puede anunciar, por ejemplo: Hotel Victoria. No se admiten hebreos. Se busca otra fórmula: Hotel Victoria, Clientela limitada, Iglesia próxima. Todo el mundo sabe perfectamente lo que significa esa fórmula y ningún hebreo penetra en el Victoria. El judío sabe también de sobra que los lagos del Estado Connecticut son muy pintorescos, aunque peligrosos. En ellos sólo se permite bañarse a los arios.

En Nueva York viven dos millones de hebreos. Entre ellos los hay pobres y ricos, famosos y desconocidos. Según la constitución, son ciudadanos que gozan de todos los derechos; pero a cada paso sienten la discriminación racial. En las matrículas de las Universidades existe, disfrazada, naturalmente, la norma profesional. A ningún precio se alquilaría en ciertos barrios un departamento a una familia hebrea. Rara vez se admite a los judíos en empleos oficiales.

En la orilla occidental, los leprosos son los chinos. No se les da entrada en ninguna casa, en ningún hotel para blancos, ni en ningún restaurante. Existen clubs y sociedades donde ni siquiera puede penetrar un italiano, considerado también como representante de una raza inferior. Es particularmente trágico el destino de los negros. Son doce millones en los Estados Unidos, y cuando los norteamericanos hablan de sus derechos, nosotros podemos alegar que por cada diez norteamericanos, uno está privado del derecho más elemental: el de ser hombre.

En Washington un norteamericano refinado, propietario de un yate, me invitó a dar un paseo por el Potomac. El paisaje era idílico. Vimos a unos negros en una lanchita. « ¿Ve usted?, dijo la esposa del propietario del yate, nadie les prohíbe pasear por el río.» Esperaba que yo me conmoviese, pero me enojé y dije todo cuanto pienso de la opresión racial. Entonces la encantadora norteamericana sonrió: «Si usted tuviera una hija. ¿Accedería a que se casase con un negro?» Repuse que prefiero un negro a un racista, pero ella no me creyó sincero. «Quiere usted ser original.» Escuché en Norteamérica, por lo menos cien veces, la misma pregunta sobre el hijo y el negro: es el estribillo preferido de los racistas locales. Por lo menos otras cien veces contesté lo mismo que a la dama del yate, pero nadie me dio crédito.

Los neoyorquinos gustan recalcar el liberalismo del norte: «Nuestros abuelos lucharon contra la esclavitud.» En las ciudades del norte y del sur hay monumentos a los soldados caídos en la guerra de 1861 a 1865. Los del sur se proclaman defensores de la libertad, es decir, de la esclavitud, y los del norte, vencedores. Si; en el campo de batalla triunfó el norte y los ejércitos de los esclavistas fueron derrotados. Poro viajando por Norteamérica me ha parecido más de una vez que vencieron los vencidos, porque además de conservar todos los hábitos del esclavismo, el sur ha contaminado al norte.

Por: Ilya Ehrenburg




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